En Nueva Orleans podría encontrar todo lo que necesitaba. Aunque desde que abrió la puerta del taxi y puso el pie la calle, la ciudad se le resistía. Le costó bastante dar con la casa en el Arts District. Era una casa como todas las demás: tres plantas encajadas entre otras iguales con balcones y barandillas de hierro oxidadas por la humedad. Solo se distinguía por el símbolo Vevé que tenía grabado en el dintel. Era el Vevé de Papa Legba, el protector del mundo espiritual y el mediador entre los hombres y los dioses vudú.
“Papa Legba, te ruego permiso para entrar”, pensó Eileen antes de apretar el timbre. El sonido de chicharra rota se oyó en toda la calle desierta. El sol de agosto caía despiadado sobre la ciudad a las dos de la tarde.
—Ya voy —se oyó al otro lado de la puerta blanca. Y acto seguido, una mujer joven la abrió. Tenía el pelo revuelto. Se intuía que no llevaba nada debajo de la camiseta playera demasiado corta de un rosa desvaído.
—Hola, necesito comprar algunas cosas —susurró Eileen para que su voz no tronara en el vacío de la calle igual que el timbre.
—Adelante y cierra, por favor —dijo la mujer tras darle la espalda.
La mujer arrastraba las chanclas por el pasillo y bamboleaba las caderas con dejadez. Guio a Eileen por un pasillo estrecho y oscuro hasta el fondo de la casa. Llagaron a una sala amplia y en penumbra, con las paredes llenas de estanterías repletas de cajas y botes de todos los tamaños. Al fondo, un altar vudú presidía la pieza. Estampas cristianas lo compartían con figuras de loas, frutas, platos de comida, cigarros puros y flores. El aire estaba lleno de polvo de especias, cacao y caramelo caliente. Y en el centro, una anciana las esperaba. Las gafas oscuras delataban su ceguera y el turbante blanco, su condición de sacerdotisa.
—¿Qué te trae, hermana? —preguntó la anciana.
—Marie de Lousiana, necesito algunas cosas que solo tú me puedes vender para un hechizo especial.
La anciana arrugó la frente y apretó los labios. Ella no hacía hechizos. No le gustaban. Practicaba un rito semanal para los creyentes y vendía grisgrís de ayuda y protección para subsistir, nada más. La brujería del Viejo Mundo había aprendido a usar las antiguas invocaciones de sus ancestros y los había sumado a sus hechizos para torcer la naturaleza a su antojo. Y eso no está bien. Atenta contra Mawu, la Creadora y todos sus hijos.
—Por favor, Mamá Marie —suplicó Eileen al reconocer el gesto de rechazo—. Solo necesito un día más.
La bruja cayó de rodillas extenuada por el calor y la humedad y la desesperación ante otra puerta cerrada.
—Aquí no hacemos nigromancia. Márchate.
—Pagaré lo que sea. Te daré lo que quieras —lloraba dejando caer las lágrimas sobre la tarima desgastada. Necesito verle un día más…
—No, no, no —repitió la anciana mientras atravesaba la sala para marcharse.
Al llegar al pasillo, la mujer joven la retuvo y le susurró algo en francés que Eileen no pudo entender. Convenció a la sacerdotisa para que le diera los ingredientes.
—Está bien, pero debes saber que tendrás que pagar el precio al Barón Samedi.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se levantó y sonrió.
—Solo me faltan dos: cuerno de sapo azul y hueso de no nato.
El cuerno de sapo azul era una planta extinta hacía más de trescientos años que solo había crecido en las orillas del lago Pontchartran y que los fanáticos habían perseguido hasta su desaparición. Y el hueso de no nato era el hueso, o un trozo, de feto quemado en cierto rito en honor a Maman Brigitte, el loa del ciclo de la vida y de la muerte.
Mamá Marie se quedó quieta, sin decir nada, a la entrada de la sala y, al cabo, de un rato, la mujer joven apareció con una bolsa pequeña de papel marrón que entregó a Eileen.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó al darse cuenta de que no lo pagaría con dinero.
—No quiero saber qué vas a hacer. Piénsalo bien, hermana. Barón Samedi te pedirá el corazón como pago.
La anciana alargó la mano hacia la cara de Eileen, que se inclinó para recibir la bendición.
Esperó a que se hiciera de noche y cerraran el cementerio de Sant Louis. Le valía cualquiera. Iba a hacer una magia tan poderosa que podría traerlo desde cualquier parte del mundo. Metió en una mochila todo lo necesario, los ingredientes que había conseguido en los últimos días, agua, sal, polvo de ladrillo, un spray de pintura blanca y su grimorio, su amado libro de hechizos, heredado de su Maestra.
Saltó la valla y buscó un lugar en el interior que le permitiera hacer el hechizo sin estrechez. Lo encontró en un cruce de caminos entre tumbas antiguas y altas, entre las que se podría esconder en caso necesario. Extendió la pieza de terciopelo rojo que envolvía el libro en el suelo. Lo abrió por la página marcada. Sacó el spray y empezó a copiar los símbolos en el suelo: el pentagrama, el círculo, las letras griegas adecuadas, las runas rellenando los huecos, los números mágicos y cuando terminó, no quedaba un palmo de tierra sin marcar.
Se arrodilló frente al libro, sacó el trozo de franela roja. Lo extendió y fue pronunciando las palabras mágicas mientras iba amontonando los ingredientes: Mater Dea, sinas me vitae curriculum rumpere. Mors, permitte ut dilectum e manibus eriperem tuis. Fratres et sorores, sinite me velum perforare et quem elegistis reducite. Accipe sacrificium pro quod peto. Al terminar, sostuvo el trapo lleno de objetos entre las manos y lo alzo al cielo sin luna. Lo arrebujó y lo ató con un cordón negro. De pie, en el centro del pentágono, prendió fuego a la tela y la colocó a sus pies. Siguió recitando la invocación hasta que se consumió la llama por completo.
Eileen esperaba que sucediera algo sorprendente, apoteósico, con llamas del infierno abriéndose paso entre las lápidas, pero no. La noche seguía tranquila y en silencio. Hacía tanto calor como de día y la brisa marina aportaba un aire sofocante y abrasador, pero no había llamas ni luces extrañas en el cielo de Luna Nueva ni voces de ultratumba. Solo silencio. El hechizo había terminado y no pasaba nada. Las lágrimas de decepción le corrieron por las mejillas. Se sentó en el suelo y lloró todo lo que pudo y cuando desfalleció, se acurrucó en el suelo y se durmió.
Salía el sol cuando notó un roce en el hombro que la despertó. Un hombre se inclinaba sobre ella sonriendo. Tenía la cara pintada de blanco y llevaba una chistera un poco ladeada. La levita negra iba adornada con una camisa llena de chorreras y puntillas que dejaban verle el pecho lampiño. Eileen se incorporó y entonces, le vio. El Barón Samedi se lo había traído. Lo tendría veinticuatro horas y luego adiós para siempre. Cuando la comunicaron el accidente de avión y se dio cuenta de que no había podido despedirse de él, se le rompió el corazón. Ya no lo podría usar con nadie.
By María Arenas