El coche avanzaba despacio entre las curvas cerradas de la carretera. Derecha izquierda, otra vez izquierda y vuelta a la derecha. La noche estaba muy cerrada y parecía que la Luna nueva había absorbido la luz de las estrellas que campaban casi apagadas en el cielo oscuro. Los haces de los faros se salían del camino en cada curva y apenas retomaban la guía de la línea continua, se volvían a salir.
Bill no conocía la carretera. Solo había ido una vez a aquel pueblo. No se consideraba mal conductor –no lo era-, pero el zigzagueo del trayecto le había puesto nervioso y se aferraba al volante con ambas manos, temeroso de pisar el arcén y tener un accidente.
Eleanora no era buena copiloto. Se quedaba callada con los ojos fijos en el horizonte, como si fuera el maniquí de un escaparate. No le gustaba viajar. En las carreteras veía muchas cosas, de las que pueden producir pesadillas al médium más experimentado. En los arcenes veía víctimas de muertes violentas, sobre todo. Los accidentes de tráfico habían plagado los caminos de espectros penitentes que no habían encontrado el camino de regreso. También había visto, con menos frecuencia, asesinados cuyos cadáveres estaban abandonados cerca; muy de vez en cuando, algún fantasma vengativo y cruel que arrastraba a los vivos hacía su propia soledad y solo una vez, se había encontrado con un demonio, que muchos siglos atrás, alguien iniciado había atrapado en un cruce de caminos, encadenándolo a una cruz de piedra.
Al ir tan despacio, Eleanora podía ver sus rostros con todo detalle. El primero en aparecer fue un niño que vagaba siguiendo la línea continua. Llevaba el pelo alborotado y vestía un sayo marrón muy corto. Era un espíritu muy antiguo, romano o visigodo, tal vez. De la naricilla le salía un hilo de sangre hasta el labio, que de vez en cuando se sorbía. Miró a Eleanora con mucha tristeza cuando el coche lo rebasó. Cuanto más antiguos eran, estaban más desdibujados, con el color desvaído, como si hubieran salido de una película de cine de los años treinta o más atrás. Y cuanto más reciente, más reales y más vívidos eran, hasta el punto de que era difícil distinguirlos de las personas de carne y hueso.
Luego, vio una mujer, con vestido de novia, que se abalanzó sobre el capó del coche fuera de sí. Eleanora se estremeció cuando la imagen se desvaneció al atravesar el coche. Bill no podía ver nada y continuó luchando con las curvas sin percatarse. No tenía el don de ver a través del velo de la muerte.
Y a medida que se acercaban al pueblo, los muertos se iban multiplicando, hasta el punto de que iban en parejas y en grupos, acompañando al coche o viéndolo pasar sin inmutarse desde el arcén. Eleanora nunca había visto tal concentración en su vida.
—Bill, ¿quién te habló del pueblo?
—Oh, mi prima lo había leído en alguna revista o algo así, me contó.
—Hay algo muy oscuro en ese pueblo —dijo sin apartar la vista del frente—. Veo mucha gente alrededor.
—¿Quieres que pare? —dijo Bill preocupado.
—No. Es que, no sé por qué hay tantos muertos aquí.
—El dueño de la casa a la que vamos, está muy asustado. Últimamente, ha sufrido mucho. La loza vuela por la casa un día sí y otro también. Las puertas se abren y se cierran, sin que haya viento u otra causa. Necesita que vayas a ayudarle.
Cuando Bill le llamó por la mañana y le contó el caso, intuyó que se trataba de un familiar cabreado, como casi siempre, pero las apariciones que se iban multiplicando a medida que se acercaban le decían que se estaban metiendo en la boca del lobo. Había varios fenómenos que podían producir ese efecto, pero Eleanora no se había enfrentado a algo así ella sola.
Al entrar al pueblo, las luces amarillentas de las farolas se reflejaban en los rostros nostálgicos o furiosos de las apariciones. Había tantos, que el coche los traspasaba, desprendiendo jirones de polvo a su alrededor. Eleanora se tapó la cara para no verlos, para no ver los ojos vacíos y los labios apretados en una mueca de reproche.
—Ya hemos llegado —susurró Bill, tras parar el motor y sacar las llaves del contacto. El hombre estaba abrumado por la reacción de Eleanora.
La mujer respiró hondo antes de apartar las manos y abrir los ojos. Los espíritus se apiñaban en la puerta para entrar.
Bill llamó al timbre y un hombre bajito y menudo abrió la puerta. Los espectros se colaron dentro, como pudieron, apretujándose entre ellos, como un rebaño de ovejas al pasar al establo.
Eleanora salió enseguida del coche, corrió hacia los hombres y los empujó suavemente para poder cerrar la puerta tras de sí. Bill se encargó de las presentaciones y las preguntas. El dueño de la casa se llamaba Sam. La casa era fruto de la herencia de cinco o séis o más generaciones. Se había caído en ruinas y reconstruido varias veces, en función de la fortuna de sus poseedores y siempre siguiendo unos planos antiquísimos que guardaban como oro en paño dentro de un baúl de madera de roble.
—¿Puedo ver el baúl? —preguntó la mujer.
Sam les acompañó a un comedor amplio ocupado por una gran mesa de comedor para doce o catorce comensales. Los fantasmas ocupaban las sillas, también estaban de pie, llenaban cada centímetro de suelo y hasta el interior de los muebles. Al fondo de la sala, había un baúl de roble pulido y barnizado.
Sentada sobre el baúl había una anciana, de luto riguroso, un pañuelo le cubría el pelo y un velo traslúcido le tapaba la cara.
Eleanora se hizo hueco entre las almas y llegó hasta la anciana. Sam y Bill se quedaron en la puerta, expectantes, a la espera de alguna instrucción de la vidente.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Eleanora, dirigiéndose al espíritu.
—Algo mío —contestó altiva Morta, que así se llamaba.
—¿Puedo verlo?
—¿Me lo robarás? —dijo la anciana sonriendo.
—¿Para qué querría yo algo tuyo?
Morta rio tan fuerte que enseñó su dentadura desigual y los espectros de la sala huyeron aterrados.
—¿No querrías poseer la inmortalidad? —preguntó divertida.
Eleanora por fin identificó a la anciana. Era una parca: la encargada de llevar las almas al inframundo.
—Déjame mirar en el baúl —le ordenó con firmeza. Su maestra le había enseñado que no había que acobardarse ante la Muerte y que para doblegar al Destino solo hacía falta voluntad.
La parca se levantó y cambió de aspecto, ya no era una anciana, sino una niña sonriente.
Eleanora abrió el baúl con ambas manos. Sacó manteles antiguos amarilleados por el tiempo, una carpeta de cuero repleta de papeles, toallas, trapos, varios libros viejos y un rollo de cuerda. ¿Qué de todo eso podría ser de la parca?
—Mira otra vez, por favor —dijo la mujer adulta en que se había convertido ahora—. Hay algo ahí que necesitamos.
Miró y no vio nada más que la madera pulida y ennegrecida por el paso del tiempo. Luego pasó la mano por los tablones y por las juntas, hasta que se pinchó con algo afilado y lanzó un grito de sorpresa más que de dolor.
—Sí. Sí —gritó Nona, la niña.
—Lo ha encontrado —exclamó Décima, la mujer.
—Al fin… —suspiró Morta, la anciana—. Sácalo. Dánoslo.
Entre los tablones, había un cilindro metálico con los extremos puntiagudos. Con la uña, enganchó una de las puntas y tiró suavemente hasta que saltó de entre las maderas. Lo sujetó entre los dedos y lo examinó. Era el huso de una rueca.
—¡Dánoslo! ¡Dánoslo! —gritaron las tres parcas desde una misma boca, excitadas y emocionadas, agitando los brazos.
Nona, la niña, extendió la mano y Eleanora, le entregó el huso, que desapareció entre los dedos intangibles del espectro.
La anciana apareció ante Eleanora, sujetando una tijera dorada y sentenció:
—El trabajo está hecho —y cortó en el aire un hilo invisible.
Eleanora cayó muerta al suelo en el acto. Las almas que esperaban dentro y fuera de la casa ascendieron de una en una hacía el cielo oscuro, como haces de polvo brillante, hasta que no quedó ni una, incluida la médium. Cuando amaneció, no quedó ni un alma errante en la faz de la Tierra.
By María Arenas