Era una lluviosa noche de primavera, en la que Jorge empezó a retrasmitir su primer mensaje por la radio portátil que había rescatado del garaje de su padre.
—¿Alguien me escucha? ¿Hola?
Pero el altavoz no emitía ningún sonido como respuesta. Silencio.
—¿No hay nadie ahí fuera?
Estuvo durante dos horas sentado frente a aquel aparato hasta que empezó a dudar de que funcionara. Ya le habían advertido de que en estos tiempos de internet y WhatsApp, la radio había caído en desuso y se había convertido en un elemento decorativo vintage. Sin embargo, Jorge pensó que era la mejor manera de encontrar a alguien que no tuviera móvil, igual que él.
Jorge nunca había tenía móvil ni tablet ni ordenador ni televisor. Tenía un defecto en la vista que le impedía ver el contenido de las pantallas. En su lugar, veía un reflejo gris y vacío y por más que las mirara no veía nada.
La lluvia había cesado cuando se tumbó en la cama y abrió el libro que tenía en la mesilla: Manual para el radioaficcionado, edición de 1973, que incluía un diccionario de sinónimos habituales.
—¿Alguien me copia? -Una voz femenina había irrumpido en su cuarto a través del cacharro.
Saltó hasta el micrófono y apretó el botón verde.
—Alto y claro. Te copio. ¿Cómo te llamas? Corto.
Tras diez segundos de silencio, contestó:
—Me llamo Marina. ¿Y tú? Corto.
Jorge se ilusionó, tal vez había encontrado a su alma gemela.
By María Arenas