La cripta

Habían extendido la bandera de su linaje sobre el sarcófago de piedra. Los blasones del escudo siempre le habían parecido sacados de un cuento de hadas, de los que se cuenta a los niños antes de dormir. Un león alado sentado, con la pata derecha sobre una serpiente muerta, en un campo estrellado sobre fondo azul. Guzmán, su tutor, le había enseñado que representaba el triunfo del Bien sobre el Mal. La existencia del Mal era innato al mundo y para combatirlo debía haber hombres como los Aguilar, fuertes y valientes como leones. 

De noche, no le dio la impresión de que la cripta fuera tan lúgubre y triste como le había parecido esta mañana durante el funeral. La fría luz de la luna le concedía un aspecto mágico e irreal, como si estuviera en otro mundo. ¿Acaso la muerte no era eso? ¿No era allí donde estaba ahora su padre: el Inframundo, el Cielo, el Infierno o donde quiera que fuesen los muertos? Y desde su muerte, también Álvaro se encontraba en otra dimensión. 

Habían colocado el sarcófago en el fondo de la cripta, en el centro, bajo el ventanuco que iluminaba la estancia. A ambos lados, pegados a las paredes, sendas columnas de sarcófagos guardaban diez generaciones de Álvaros Aguilar. 

El último descendiente estaba ahora contemplando su propia bandera, aturdido, embobado, con la mirada perdida en algún punto del tejido azul. Guzmán lo miraba expectante. 

«Tienes que clavarle una estaca en el corazón», le había dicho Guzmán. «Es la única forma de evitar que despierte».  Casi se desmaya cuando escuchó tal petición. 

Hacía quinientos años, su antepasado fue a Jerusalén con una cruzada cristiana. Antes de llegar, la expedición sufrió el brutal ataque de un grupo de infieles. Álvaro se salvó por los pelos tras huir despavorido. Vagó por el desierto durante cuarenta y dos días y cuarenta y dos noches. Su caballo murió, se le terminó el agua y la comida y no encontraba cómo escapar. No se topó con ninguna ciudad ni un camino ni otro peregrino errante. Hasta que una noche, se le apareció un djinn o genio que se ofreció a enseñarle el camino de vuelta a cambio de un favor. Como desconocía las triquiñuelas que usaban los djinn para engañar a los hombres, Álvaro aceptó inocente, al pensar que un pobre favor podría hacer un simple humano a una criatura sobrenatural. El djinn le acompañó tres días y tres noches hasta el puerto al que había llegado dos meses atrás. Antes de que pudiera embarcar hacia España, el djinn le dijo: 

—Te he servido durante tres días y tres noches, cristiano. Cuando mueras, tú me servirás a mí durante tres días y tres noches. Y también tu hijo primogénito y el hijo de tu hijo y así por catorce generaciones, hasta que paguéis los cuarenta y dos días que has estado paseando por mi reino sin mi permiso. 

Álvaro llevó una vida recta y de buen cristiano, pensando que si al morir, iba al Cielo, se libraría de servir a djinn. Pero no fue así. A las doce horas de muerto, Álvaro despertó y al servicio del genio, atormentó a sus siervos y vecinos. Recorrió las casas del pueblo durante tres días y tres noches. Robó el dinero y los objetos de valor que tenían y se los entregó a su amo. Mató al que se opuso. Destruyó, por puro placer de su señor, su propia casa. El Mal en estado puro campó a sus anchas aquellos días y al terminar la tercera noche, el hombre retornó a su ataúd y allí se desplomó de nuevo para siempre. 

El siguiente Álvaro, por cosas del destino, se casó con una mujer nacida y criada más allá de los Cárpatos Orientales y cuando conoció la maldición del djinn propuso a su esposo intentar romperla según una antigua costumbre de su país para que los muertos no volvieran de la tumba. La mujer murió antes que el marido, pero dejó el encargo a su hijo mayor. Y este lo cumplió al pie de la letra: clavó una estaca en el corazón de su padre, lo decapitó y dejó sobre su cuello el cuchillo que había utilizado. Cerró el ataúd y el sarcófago y el hombre no cumplió la promesa que su padre había hecho al djinn. 

Desde entonces, el hijo mayor había llevado a cabo el ritual, sin faltar uno. 

Y ahora, al comienzo del siglo XX, el Álvaro número doce debía también cumplir con el encargo. 

—¿Esto es necesario de verdad? —se quejó a Guzmán. 

—Hazlo y ya está. No me gustaría averiguar que era necesario de verdad… 

Arrancó de un zarpazo la bandera y la echó al suelo. Cogió la palanca que le ofrecía su tutor y abrió la pesada losa de piedra. Levantó la tapa del ataúd con un chirrido y los dos hombres se asomaron con curiosidad. Allí seguía el cadáver, el pelo aún abundante y rubio, la nariz aguileña apuntando al techo y las manos grandes apoyadas sobre el vientre. 

A Álvaro le dio miedo. Parecía que su padre fuera a abrir los ojos en cualquier momento y lo iba a regañar por cualquier cosa. Por un instante, creyó oír su voz que le decía: «Hijo, ¿se puede saber qué estás haciendo?». Un escalofrío le recorrió el cuerpo hasta la punta del pelo. 

—No puedo hacerlo. 

Guzmán le ofreció la estaca y el martillo, con rictus serio. No le quedaba otra. Álvaro extendió las manos para cogerlos, pero no lo hizo. A través del ventanuco, entró una luz intensa como el Sol, que se contrajo hasta materializarse en una figura humana. Por las facciones y el pelo largo, no se podía distinguir si era hombre o mujer. Una túnica ancha lo cubría por entero. 

—No voy a consentir más la burla de tu familia. Tú pagarás la deuda contraída —gritó el djinn. 

Tocó a Álvaro en el brazo y ambos se diluyeron el aire ante los ojos de Guzmán. El genio se llevó a Álvaro durante treinta y nueve días y treinta y nueve noches. La mañana del cuadragésimo día, Álvaro salió de la cripta donde yacían los restos de sus antepasados. Nunca habló de lo que vivió en ese tiempo. No se le escapó ni una palabra. Guzmán supo cuando lo vio que había sido doloroso: le quedó un brillo triste en los ojos y un mechón de pelo blanco en la parte de atrás de la cabeza. 

By María Arenas

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