Bombas

Cuando las sirenas antiaéreas sonaban, todos los vecinos sabían qué tenían que hacer. Coger su bolsa y bajar tranquilamente al refugio del sótano. Cada uno debía tener preparada una bolsa o mochila con agua, una linterna, un pequeño botiquín, las medicinas que tomaban, el que tuviera, ropa de abrigo, alimentos envasados, frutos secos, toallas, en fin… lo necesario para aguantar en el refugio uno o dos días si era necesario. 

Antes de la guerra, había buena relación entre los vecinos, más o menos. Muchos se conocían solo de vista, de un “hola y adiós” al cruzarse en la escalera. Algunos ni siquiera se habían encontrado nunca. El vecino del quinto B trabajaba de noche como conserje en una fábrica. Salía cuando el resto se había recogido en casa y volvía cuando todos estaban trabajando. Solo la vecina del bajo los conocía a todos. La anciana se pasaba el día sentada junto a la ventana viendo pasar gente y captando trozos de conversación al vuelo. 

Después de dos años de bombardeos, las horas eternas en el refugio habían creado una intimidad entre ellos imposible de imaginar en otra situación. Y todos los vecinos se llevaban bien. Todos, excepto Daniel y Marcos. 

Marcos y Natalia vivían en el segundo A. Era una pareja no tan joven y sin hijos. Daniel era soltero y vivía en el tercero A, justo encima. Al poco de empezar la guerra, Natalia hizo las maletas y se fue a vivir con Daniel. Las bombas les obligaron a compartir horas interminables. 

Los primeros días fueron el tema estrella en el refugio. Corrían historias falsas mezcladas con las verdaderas, que entretenían a los vecinos y acortaban las horas tediosas de confinamiento. Incluso, hicieron dos bandos: pro-Marcos y pro-Daniel, que originaron agrios enfrentamientos. 

Los protagonistas se sentaban en los extremos de la sala, de espaldas y evitando el contacto. Marcos siempre esperaba que bajasen primero los amantes y luego escogía el rincón opuesto para acurrucarse en el suelo, como un soldado vencido. 

Una tarde, ella no volvió de trabajar. Murió en un ataque enemigo al otro extremo de la ciudad donde trabajaba como enfermera. Daniel y Marcos lloraron en silencio, cada uno en su casa, para que el otro no escuchara su dolor. Y la situación se volvió ridícula para los demás. Eran dos niños pequeños enfurruñados por un juguete roto. 

El día en que las bombas cayeron con más fuerza y las explosiones hacían temblar el suelo, ni siquiera las historias de la infidelidad pudieron mitigar el terror. El silencio se hizo paso al chismorreo. Las batallas propias se libraron por dentro. El desasosiego cedió paso al miedo y a la impotencia. Cuando al fin cesaron las sirenas, el presidente de la comunidad, cansado ya de la situación, se levantó y alzó la voz: 

—¡Alto! —gritó a los que iban a marcharse—. ¿Quién vota por que dejemos a estos dos aquí hasta que hablen de una vez y dejen de hacer el tonto? —preguntó señalándolos con el pulgar—. El que vote que sí, que levante el brazo. 

Y todos los brazos se levantaron. 

Daniel intentó acercarse a la puerta cuando se dio cuenta de lo que iba a ocurrir, pero la señora octogenaria del bajo le cortó el paso a la escalera. 

Marcos permaneció inmóvil mirando a la pared sin creer lo que estaba sucediendo. 

—¡No podéis hacer esto! —gritó Daniel mientras los vecinos empezaron a desalojar el sótano—. Es un secuestro. Esto es un delito. 

—Cállate ya —dijo Marcos sin mirarle—. Tienen razón y están hartos. Y yo también. 

—¿Y qué quieren que hagamos? ¿Que nos demos un abrazo y nos vayamos de copas? 

—No seas dramático —dijo Marcos después de girarse para ver a su enemigo—. El ofendido soy yo y el abandonado soy yo. 

—¿Y qué culpa tengo yo de que tu mujer me prefiriera? 

—Ninguna, hombre, ninguna —sonrió de lado. 

Marcos se agachó para coger su mochila que estaba en suelo a sus pies. Iba a levantarla cuando se acordó de algo, la dejó de nuevo en el suelo y la abrió. Sacó un objeto del interior y lo escondió en la manga del jersey. Se levantó con la mochila al hombro y miró a Daniel a los ojos. Se acercó a él con un además de abrazo y lágrimas en los ojos. 

Daniel aceptó el abrazo. Entendió que Marcos sufría la misma pena por la pérdida de Natalia. Se le saltaron también las lágrimas y empezaron a resbalar por sus mejillas al sentir el contacto con el cuerpo caliente del otro hombre, pero no llegaron a mojar el jersey de Marcos. Un intenso dolor y quemazón en la espalda le hicieron caer de rodillas y las lágrimas cayeron al suelo también. Marcos le había clavado un cuchillo en la espalda. Daniel perdió la consciencia y se dio de bruces en un charco de sangre. 

Marcos salió del refugio con la mochila al hombro y se marchó para siempre. No le volvieron a ver nunca más. 

By María Arenas

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