Hasta seis personas habían preguntado por La historia de las almas de Will Serane. Lo ridículo de la situación era que no existía ese libro. Laura lo había buscado en todas las distribuidoras y editoriales de dentro y fuera del país. Ni siquiera existía ningún Will Serane.
Hacía ocho años que trabajaba en la librería. Había estudiado Bibliotecomía y Documentación y era la persona indicada para mantener en orden un catálogo de siete mil títulos en tres plantas. El señor Chester lo sabía y por eso, no pasaba demasiado tiempo en la tienda. Dejaba en manos de Laura su preciado negocio. Ambos amaban los libros y el olor de la tinta nueva mezclado con el del cuero viejo.
Cada lunes, el dueño visitaba la tienda a mediodía. Dejaba sobre el mostrador de nogal centenario dos o tres libros, preguntaba a Laura sobre las vicisitudes de las ventas y elegía otros que se llevaba para su lectura personal.
—¿La historia de las almas? —repitió el señor Chester a la pregunta de Laura mientras ojeaba la estantería de Ensayos científicos en busca de una nueva presa interesante.
—No existe ese libro. Al menos, entre las editoriales. Estoy empezando a pensar que se trata de algún autor independiente que haya imprimido sus propios ejemplares y se está haciendo más popular de lo que hubiera pensado —divagó Laura sin esperar respuesta.
El señor Chester sacó un volumen bastante pesado sobre neuronas espejo en la neurología experimental moderna. Se giró sobre sus talones para mirar a Laura mientras abría el libro por una página cualquiera. Durante dos segundos se quedó parado, de pie, mirando a Laura, aunque parecía no verla, ensimismado. Cerró el libro sobre la mesa de novedades románticas. Sacó del bolsillo interior de la americana un taco de tarjetas de visita color sepia y se las entregó a Laura.
—Cuando pregunten por ese libro, dales mi tarjeta.
Laura las guardó en el primer cajón debajo de la máquina registradora.
—¿Será una novela? —dijo después de cerrar el cajón.
—¿Qué? —El señor Chester había vuelto a abrir el ensayo del doctor Smidt y ya no le prestaba atención.
—La historia de las almas, ¿será una novela? ¿O un manual esotérico? ¿O de Egiptología?
A Laura le divertía el enigma del libro misterioso y esperaba poder descubrir de qué trataba, o incluso leerlo, antes de que se pasara de moda y ya no interesase a nadie.
—No lo sé, querida.
—Entonces, ¿por qué quiere que les dé su tarjeta?
El señor Chester se encogió de hombros.
—Tal vez descubra dónde conseguirlo —sonrió de espaldas a Laura, mientras avanzaba hacia la estantería de Novela histórica.
Al día siguiente, la primera clienta madrugadora fue una señora octogenaria de pelo blanco y rizos de permanente que había entrado haciéndose la distraída. Repasó con la yema de los dedos los títulos de la mesa de Novela negra y de misterio y susurró con acento inglés:
—Diez negritos. ¡Vaya!
—¿Le puedo ayudar? —Se acercó Laura.
—Puede. —Susurró con timidez—. Estoy buscando La historia de las almas de Will Serane.
—No lo tenemos.
—¡Oh, vaya!
—Pero puede que mi jefe le pueda ayudar.
Le entregó una tarjeta que la mujer aceptó. La miró decepcionada y se marchó sin despedirse.
Luego vinieron los estudiantes habituales preguntando por manuales de universidad: Sociología, Psicología, Estadística y diccionarios de griego y latín. Y entre tanto, cinco clientes de sexo y edades variadas volvieron a preguntar por el best-seller de las almas que no se podía vender.
Por la tarde, las ocho personas que llegaron, preguntaron por lo mismo y Laura entregó sendas tarjetas a todos. Las reacciones fueron de todo tipo. Hubo quien se entristeció, como la señora inglesa, otros se enfadaron y hasta hubo uno con acento sevillano que estalló en carcajadas.
Después del cierre, de camino a casa, se sentía estúpida. Esa gente se estaba burlando de ella. Si el libro existía, que empezaba ya a dudarlo, lo quería leer, aunque fuese muy malo, aunque tuviera una errata en cada línea, aunque las hojas estuvieran torcidas y tuviera churretes de pegamento en el lomo. Y si no existía, necesitaba saber de qué trataba el asunto, de qué broma macabra iba todo eso.
El miércoles no empezó de forma diferente. Un tipo alto de pelo largo, negro y rizado, que llevaba un jersey amarillo limón estaba esperando en la puerta a que abriese la librería. Laura no le dejó ni hablar. Le sonrió antes de elegir del manojo de llaves la que abría la primera cerradura y le espetó:
—¿Qué? ¿La historia de las almas?
—Oui. Buenos días, señorita. La educación, lo primero —aseveró con cerrado acento francés.
Laura se avergonzó de sí misma y se agachó para desbloquear la segunda cerradura. Empujó la puerta de cristal antirrobo que pesaba lo suyo y emprendió la retahíla aprendida.
—No lo tenemos, pero mi jefe le podría ayudar. Espere que le dé su tarjeta.
El hombre del jersey amarillo se la guardó e inclinó la cabeza hacia Laura a modo de despedida.
—Bonne jour, señorita, que tenga un buen día.
—Espere un momento, ¿sabe de qué va el libro?
—¿El libro?
—La historia de las almas. ¿Acaso no es un libro?
—¡Oui! —exclamó con disimulo.
—¿De qué va?
—Eh… —dudó sin saber dónde mirar—. ¿De almas?
—¿Es un libro de autoayuda?
—Buffff —resopló el francés—. Puede ser.
Y se marchó lo más rápido que pudo. Tropezó con un cártel de la última novela de Pérez-Reverte y salió a la calle despavorido.
A todos los que querían el libro les preguntó por él. “¿Sabe cuántas páginas tiene? ¿Will Serane es historiador? ¿Es de tapa blanda o dura?”. Pero ninguno le supo responder.
La curiosidad crecía en Laura como un agujero negro que se iba tragando todo lo demás, hasta se le había olvidado comerse el bocadillo de ensalada de pollo que había llevado para almorzar. Esa gente sabía más de lo que parecía. Tenían que saber qué era La historia de las almas, pero no soltaban prenda. Supuso que el lunes siguiente, el señor Chester le podría contar algo. Pero no podía esperar tanto tiempo.
Por la noche, en la cama, no podía dormir. No hacía más que dar vueltas y vueltas, con las sábanas enrolladas a la cintura y sin poder cerrar los ojos. Tenía que hacer algo. Se levantó y lo hizo. Cogió un ejemplar de Trafalgar de Benito Pérez Galdós y lo mutiló. Le arrancó las portadas de cartulina barata y las sustituyó por otras de color amarillo en las que escribió con letra elegante: Will Serane, y debajo: La historia de las almas, y al final: Editorial Enigma.
Se iban a enterar de lo que era bueno esa panda de lectores egoístas. Nadie se burlaba de Laura Rodríguez González.
El jueves, con el libro sustituto en el bolso, abrió la tienda a la hora acostumbrada. Le corroía la curiosidad, pero no se atrevió a entregar el libro a ninguno de los quince clientes que entraron ese día. La valentía y la indignación de la noche anterior se le habían evaporado como el gas de la coca-cola después de agitar la botella. Además, ¿qué pensaría el señor Chester si se enterara? Un cliente ofendido es un excliente y no estaba el mercado como para permitirse ninguna afrenta.
Casi a la hora del cierre, un hombre asomó la cabeza por la puerta sin llegar a entrar.
—¿Está cerrada ya?
La amplia sonrisa que exhibía le alegró el día a Laura.
—No, aún no —le invitó a entrar desde detrás del mostrador.
—La librería de Cervantes cerró hace un par de semanas por una inundación y necesito un libro —explicó con acento inglés, mientras avanzaba entre las mesas de novedades.
—No me lo diga. ¿La historia de las almas?
El hartazgo ganó la partida a la vergüenza de Laura. Abrió un cajón, sacó el libro impostor y lo tiró sobre el mostrador.
—¿Necesita algo más?
El hombre se apoyó con ambas manos en el mostrador. Acercó el rostro al ejemplar casero y exclamó divertido:
—¿En serio?
La risa llenó el local hasta el techo y se coló en cada recoveco de las estanterías. Laura cogió el libro y lo escondió.
—Estoy harta de todos vosotros.
El joven se puso las manos a la espalda y empezó a pasear por la tienda.
—Umm… Entonces, no sabes nada de La historia de las almas. ¿Quieres sabes? —interrogó con aire dramático.
—Por supuesto. —La pregunta la ofendió.
—Pero, ¿estás preparada? —Paró de caminar en seco—. ¿Te gusta leer? ¿Cuántos libros has leído?
Laura sacó de debajo del mostrador cinco cuadernos tamaño folio de espiral.
—Cada página es la sinopsis de un libro que he leído y en casa tengo más.
—Tal vez… —pensó en alto el inglés. Extendió la mano para que se la estrechara. — Soy George Gordon.
—Encantada —se la estrechó—, George Gordon. Soy Laura Rodríguez. ¿Estoy preparada?
—Tal vez —sonrió.
—¿Es peligroso? —casi susurró.
—No exactamente, pero te alejará de las personas que quieres y de la sociedad. Es algo que absorbe mucho tiempo. ¿Bebes, fumas o te drogas?
—No.
—Mejor.
George sacó un teléfono móvil del bolsillo del pantalón y marcó. Se escuchó el susurró de una voz grave al otro lado de la línea, pero George no dijo nada y colgó. Guardó el teléfono y miró a Laura. La sonrisa había desaparecido al fin de su cara.
—Laura Rodríguez González, estás preparada. Vámonos. Cierra la tienda.
Agarró su bolso, salió de detrás del mostrador, apagó las luces y cerró la puerta con llave. La calle estaba oscura. Unas gotas finas de lluvia empezaban a caer aquí y allá. Miró al cielo. Las nubes no dejaban ver las estrellas ni la luna y reflejaban la luz amarillenta de la ciudad.
—Vamos cerca —le avisó George y le tomó de la mano.
La guio hasta el final de la manzana y rodearon el edificio hasta el callejón de la parte trasera. Los cubos de basura estaban llenos, pronto pasarían los camiones a recogerla, pero mientras, se amontonaban bolsas de basura de color negro y verde con olor a pescado crudo y aceite rancio. George aceleró el paso, tirando de Laura. A ambos lados, las puertas traseras de los locales les flanqueaban el paso mudas, guardianes de un secreto sombrío.
Al fondo, pararon frente a una puerta metálica más pequeña que el resto. George golpeó con los nudillos los ladrillos próximos al cerco del lado derecho hasta que uno sonó hueco. Lo empujó y el ladrillo salió hacia fuera. Metió la mano en el hueco y sacó una llave de flauta dorada. Introdujo la llave en la cerradura y giró despacio. Resbaló suavemente y la hoja cedió sin resistencia. Sujetó la puerta con el pie para que no se cerrara y volvió a colocar la llave y el ladrillo donde estaban.
No había luz al otro lado. George empujó la puerta y se abrió de par en par, pero no se veía nada de lo que había dentro. Un relámpago iluminó el callejón como el flash de una cámara de fotos y se pudo intuir en el interior un pasillo sin final.
—¿Qué hay? —preguntó Laura desencajada por el miedo. En qué estaba pensando cuando siguió a un extraño hasta un callejón lúgubre y solitario.
—La historia de las almas —sonrió George ya dentro del pasillo, con la mano tendida—. Dice Chester que estás preparada. Ven y lo ves. Si no te gusta, yo mismo te acompaño a casa.
Un trueno desgarró el aire y comenzó a llover con fuerza. Sin embargo, Laura no se movió. Se quedó plantada frente a la puerta como un pasmarote. Enseguida le empezaron a caer gotas de agua desde la punta del pelo. El vestido con estampado de margaritas se le pegó al cuerpo como una segunda piel.
—Te vas a constipar. Ven a hablar con Chester. Está dentro. —George tuvo que subir el tono de voz; la lluvia golpeaba el suelo con fuerza.
—¿Está el señor Chester dentro? —dijo Laura como saliendo de un sueño.
—Te lo prometo.
Laura se aferró a la mano extendida de George y cruzó el umbral de un salto, como si se estuviese tirando al vacío. George cerró la puerta tras ella y la luz se encendió. El pasillo no era tan largo en realidad y al final, había un ascensor.
No soltó la mano del hombre ni un segundo. Bajaron durante lo que a Laura le pareció un montón de tiempo y cuando la puerta se abrió, casi se desmayó de la impresión. Tenía ante ella la mayor biblioteca que había visto jamás. En la parte central había un centenar de mesas de lectura con su correspondiente luz y en las paredes, se extendían hacia arriba pisos y pisos de estanterías llenas de libros hasta donde alcanzaba la vista. Distintas escaleras subían y bajaban de unas a otras sin orden aparente. Los lomos de libros eran de todos los colores y entrevió que los había de todas las épocas. Había desde papiros enrollados y tablillas de barro a modernos libros de pasta dura y cubiertas con solapas. Y por todas partes, había cajas de mudanza por el suelo.
—Laura, querida —la llamó el señor Chester desde el fondo de la sala.
Al avanzar hacia él, descubrió que había gente entre las mesas y también sentada en los puestos de lectura. Y después, se dio cuenta de que eran los mismos que habían preguntado por el libro maldito.
—Aquel del jersey amarillo es Molière. No se lo quita nunca —le explicó George haciendo de cicerone. —El sevillano es Gustavo Adolfo Bécquer. Rosalía de Castro anda por allí. Las Brönte siempre se sientan juntas.
—¡Agatha Christie! —gritó al reconocer a la octogenaria de la permanente que hacía unos días había entrado en la librería.
—Y el que te lleva de la mano es Lord Byron —dijo el señor Chester cuando llegó junto a ambos—. Perdona el desorden y las cajas de mudanza. Estamos trasladando la biblioteca desde la librería de Cervantes, que se inundó, y nos está costando un poco más de tiempo de lo que esperábamos. Fue todo repentino.
Laura miraba a todas partes sin soltar la mano de Lord Byron, entre incrédula y asustada.
—Y el señor Chester, antes se llamaba Shakespeare. Decidió modernizar el apellido —explicó George.
—¿Estás preparada, querida?
—Estoy deseando empezar. —Laura estaba dispuesta a pasar la vida catalogando y leyendo los ejemplares—. Por dónde empiezo.
El señor Chester rio divertido.
—Está todo ordenado, registrado, inventariado y catalogado desde hace tiempo. Tienes que hacer algo mucho más importante. Verás, nosotros no somos más que almas y necesitamos alimento para seguir vivas en este mundo. Y nuestro alimento es la memoria. No hay acto más puro de recuerdo que el de escribir. Cuando uno escribe una historia lo que hace es recordar otras historias escritas por otros, por nosotros. La reinventa, la moderniza, le concede su toque personal, pero lo que hace es filtrar por su mente el recuerdo de otra anterior. Necesitamos que escribas, que te quedes con nosotros. O más, que seas uno de nosotros.
Laura se sentó en una de las mesas, sacó un bolígrafo de su bolso y un cuaderno de espiral tamaño folio y escribió: «El libro de las almas. Capítulo Uno.»
By María Arenas
La librería del señor Chester. Maria he seguido tu consejo de leer esta entrada y me ha cautivado. Conseguiré el libro y seguro que cumple con las expectativas que ha despertado en mi.
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